Como cada atardecer ella se acercaba al acantilado.
Su figura esbelta, ataviada con una túnica blanca, se recortaba en el horizonte; la brisa mecía sus ropas y su cabello ondulaba al viento. Así, inmóvil y con la mirada perdida en la lejanía transcurrían los días.
Allí, mirando hacia el infinito se sentía nuevamente junto a él. No recordaba el tiempo de cuando marchó a la batalla. Sólo esperaba. Esperaba el regreso de quién tanto la amó. Sabía que él la escuchaba allá donde estuviere, sus almas seguían unidas. Sentía el sabor de sus besos, el roce de sus manos, el calor de su piel.
Pero... nadie veía sus ojos tristes, nadie sentía el dolor que oprimía su pecho, nadie sabía. Sólo el mar conocía de su llanto silencioso, sólo el cielo vio sus lágrimas y sólo Dios sabía de su temor.
Y cada nuevo atardecer, allí podían verla; su cabello al viento, sus ropas mecidas por la brisa y sus ojos perdidos buscando más allá del horizonte. Sólo un grito sordo, sordo y desesperado rompía su alma.
Allí la encontraron, en el acantilado, inmóvil, tendida sobre la verde hierba, con sus ojos mirando hacia el mar, esperando, esperando el regreso de su amado por toda la eternidad.
“Pasaron los siglos y…
Ella llegó al trabajo como cada día, todo era normal excepto ese hormigueo que tenía en el estómago. Recordaba la conversación mantenida el día anterior y sonreía. Nada había cambiado; estaba sentada ante la pantalla del ordenador y su mente… pensando en él.
Así fueron transcurriendo las horas hasta que de repente sonó el teléfono. Su corazón dio un vuelco al oír aquella voz al otro lado del hilo telefónico. Era él.
Estuvieron charlando durante un corto espacio de tiempo, hasta que llegó la esperada pregunta: “¿Nos vemos?”.
Durante el resto de la mañana no paró de sonreír, intentaba imaginar en cómo sería ese encuentro.
Llegó puntual a la cita, su mirada recorrió todo el local, no le vio. Observaba el fluir de los vehículos a través de la cristalera y un desconocido sobre una potente moto le llamó la atención. Se le antojó como un antiguo caballero a lomos de su cabalgadura, enfundado en un traje negro, con el cabello largo sobresaliendo del casco, ondeando al viento. Apartó su mirada, se acomodó en la barra y al poco tuvo la sensación de que alguien estaba a su espalda, notaba el calor de un cuerpo próximo al suyo y una voz cálida le susurró un saludo.
Ella se giró, se miraron y sonrieron... era el desconocido caballero. Hubo un corto período de tiempo en que casi no se hablaban. Las miradas establecían una batalla campal intentando hablar y leer uno del otro sin parar. Él le pidió un cigarrillo, a lo que ella respondió ofreciéndole el suyo. No había pintalabios, pero sí impregnado el dulce sabor de sus labios. Él se percató de ello y se recreó, disimuladamente, con ese aroma deseado.
Se habían acomodado al final del bar, en un rincón, no oscuro, pero con menos intensidad de luz. Por unos momentos fue como si estuvieran allí solos.
Discurría la charla tal como ella se había imaginado, su percepción había sido la correcta. Era un hombre de charla amena, inteligente y con un fino sentido del humor, además, físicamente lo encontraba muy atractivo. Su mirada y su sonrisa la tenían cautivada.
Ella lo miraba y su corazón le decía que ya le conocía aunque su mente, por supuesto, se oponía a aquel pensamiento. Aquello no era lógico, era imposible, era su primera cita.
Se sintió invadida de repente por un sentimiento de familiaridad, sentía que ya conocía profundamente a esa persona, a un nivel que rebasaba los límites de la conciencia, con una profundidad que normalmente está reservada para los más íntimos. O incluso más profundamente. Junto a él sentía una seguridad y una confianza enormes, que no se adquieren en días, semanas, meses o años.
Cada vez le notaba más cerca, notaba más su calor, sus manos se rozaron y una descarga recorrió su cuerpo, se dieron un tímido beso. En ese instante su alma recobró la vida súbitamente. Ambos se miraron, ¿estaría él leyendo sus pensamientos?.
Por un instante cerró los ojos con el temor de que al abrirlos todo aquello hubiera sido un sueño.
No, no era un sueño. Él la estrechaba entre sus brazos, sentía como sus corazones latían descontroladamente; sus manos eran como plumas que les hacían estremecer.
Sus miradas se encontraron nuevamente y ya no hubo más palabras. Sus labios se unieron en un beso profundo y apasionado. El resto del mundo había dejado de existir para ellos.
Al fin se habían reencontrado.
La espera había durado siglos pero…valió la pena.