19 de septiembre de 2007

III.- El torreón



Atardecía y los últimos rayos del sol iluminaban el torreón. Libros, vasijas y tapices cobraban un nuevo color y sus sombras se apoderaban lentamente de las paredes. El silencio que reinaba sólo se quebraba con la respiración lenta y sincopada de Lady Brishen .

Miró su imagen reflejada en el enorme espejo, los puños de su hermoso traje caían hacia el suelo como si de una cascada se tratara; su largo y ondulado cabello reposaba sobre sus hombros. Por un instante detuvo la mirada en sus ojos pero en ellos sólo vio un inmenso vacío: desde que Sir Febal de Rigramont había partido a la batalla el tiempo se había detenido para ella.


Lentamente recorrió la estancia hasta llegar al ventanal. Desde allí divisaba como el mar rompia en el acantilado al que cada tarde acudía esperando el regreso de su amado. Allí, con la mirada perdida en el horizonte, escuchando el rumor de las olas, su mente volaba más allá de las estrellas, libre, a través del infinito… La vida, seguía pero aquella espera le rompía el alma.
Vivía pensando en su regreso, en volver a perderse en su mirada, en sentir nuevamente la ternura de sus palabras, el dulce sabor de sus besos. Así, poco a poco, casi sin percatarse de ello, se había ido encerrado en su pequeño mundo de ilusión, en su torreón.

Soplaba el viento y densos nubarrones se apoderaban del cielo, era un día extraño, muy extraño. Insistentemente, la imagen de su caballero se hacía presente en su mente, sus dedos no dejaban de acariciar el pequeño camafeo que él le regaló antes de partir y una sensación de angustia oprimía su pecho. Algo no iba bien, presentía el peligro.

Al volver aquella tarde de su paseo por el acantilado se detuvo junto a una encina. Por unos instantes, se recostó y escuchando el murmullo de las hojas mecidas por el viento quedó adormecida. Fue entonces cuando súbitamente se vió junto a él.
Suavemente acaricio sus cabellos y tras mirar sus profundos ojos le susurró unas palabras al oído. Sir Febal sonrió. El sabía que a pesar de la distancia que los separaba, sus almas permanecían unidas y que su Dama siempre estaba junto a él iluminando sus sombras.
Despertó lentamente. Una sonrisa iluminaba su rostro y una desconocida sensación de paz invadía su alma, el peligro había pasado pero … ¿Había sido sólo un sueño?.

Jamás llegó a saberlo ya que un bello atardecer, allí en el acantilado, mirando al mar, con la brisa acariciando su rostro, fue arropada por unas cálidas alas que dulcemente la llevaron más allá del torreón para seguir junto a las estrellas, esperando el regreso de su amado.

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