18 de septiembre de 2007

II.- La batalla



Amanecía y densos nubarrones cubrían el cielo.
El campamento había despertado y los soldados preparaban a los nerviosos corceles. Todo era movimiento y agitación.
Los caballeros, reunidos en la tienda de Sir Febal de Rigramont discutían acaloradamente.
El último asalto había sido feroz y sangriento. Su enemigo era superior en número y sabían que los refuerzos enviados por el rey no llegarían a tiempo. ¿Qué hacer ante todo esto? .

Abrumado por las voces y el hedor que flotaba en el ambiente, Sir Febal se alejó del grupo, dirigió sus pasos hacia el pequeño bosque y allí, recostado junto a un árbol cerró los ojos.
Al instante la imagen de su Dama apareció junto a él. Se inclinó y tras rozar levemente sus cabellos, con voz dulce, le susurró al oído: “Mi Señor, no debéis preocuparos, mi luz os acompaña y no dejaré que nada malo os ocurra. Tan sólo debéis llevar cerca de vuestro corazón el pequeño amuleto que os entregué antes de partir. Recordadlo y confiad en mí.”
Dicho esto, la imagen se esfumó lentamente.

Decidido, lleno de fuerza y entusiasmo regresó junto al resto de los caballeros.
“¡Señores, la victoria está cerca y no debemos hacerla esperar! Todos se miraron: ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Acaso olvidaba que las tropas estaban diezmadas y que las posibilidades de ganar la batalla eran casi nulas?

Pero Sir Febal de Rigramont no escuchaba ya sus voces. Enfundado en su cota de malla, cubriendo su pecho sólo con un peto de cuero y empuñando su espada montó a su caballo.
Ante tal alarde de bravura el resto de caballeros siguieron sus pasos y al poco estaban todos preparados para entrar en la que tal vez fuera su última batalla.

Sonaban las trompetas y ondeaban los estandartes. Sólo se oía el galopar de los caballos y los gritos eufóricos de las tropas.
En lo alto de la colina el enemigo estaba esperando.

Sir Febal cerró los ojos por un instante, toco su pecho, respiró profundamente y desenfundó su espada. A su señal se inició el ataque. A los pocos minutos silbaron las flechas, las espadas se cruzaron y la sangre empezó a derramarse.
Sobre su caballo asestaba certeros golpes, dejando a su paso un reguero de cadáveres. Sus cabellos mojados por el sudor y pegados a su rostro no entorpecían su visión.
Las palabras de su amada retumbaban en su mente sin cesar y sus ojos reflejaban la determinación que le guiaba. Ya nada podía detenerle.

Las nubes se habían teñido de violeta y el estruendo provocado por los golpes del acero ahogaba los gritos de los que caían.
De repente todo oscureció, cayó del caballo, le habían derribado. Todo podía acabar en un instante. Su adversario alzó la espada y le asestó un golpe en el pecho que no pudo atravesarle. El amuleto de su amada, a modo de escudo lo impidió. Ante el estupor de su contrincante, no lo dudó, desenvainó su daga y hábilmente se la clavó en la yugular provocándole una muerte fulminante.
Poco a poco fue haciéndose el silencio hasta que unos gritos de júbilo lo rompieron. En medio del furor de la contienda no se había percatado de que había acabado con el líder de las tropas enemigas.

Sonaron las trompetas, ondearon los estandartes, alzó la mirada al cielo y exhaló un profundo suspiro. La victoria era suya.

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